La clase anterior.

En la pizarra siempre había anotaciones estúpidas, las típicas entre adolescentes, furiosos por tener que permanecer tantas horas encerrados a cal y canto en las aulas. Y las hormonas siempre diciendo la última palabra. Esa mañana no estaba plagada de improperios, dibujitos o explosiones sentimentales. La pizarra había sido usada por la profesora de dibujo técnico y presentaba un aspecto insólito. Había hecho uso de tizas de varios colores que le daban variedad y que hacía que te fijaras solo por ese detalle. Bueno, yo me fijé al levantarme de mi sitio y avanzar hacia el final de la clase para socorrer a un alumno que andaba a tortas con El Quijote. Miré hacia la pizarra y comprobé el orden que imperaba allí frente al galimatías de todos los días. Aunque cuando me dispuse a leer aquello, me di cuenta de lo lejano que me resultaba . Lejano, por no decir ajeno e incomprensible. ¿qué tenía que ver aquello conmigo? No teníamos ningún punto en común. Y sin embargo me obcecaba en querer descifrar su mensaje. Infructuosamente, dejé la lectura para comprobar lo que estaban haciendo los alumnos de la comprensión lectora de un capítulo de El Quijote. Algunos tenían una expresión muy parecida a la que yo debí poner cuando leía de la pizarra. El que andaba enfurruñado, me dio pena y fui en su ayuda. Le expliqué con palabras sencillas y me miró con tal agradecimiento que me hizo sentirme mal. Había sido muy cruel por mi parte presuponer que ellos eran autónomos, que podrían con la actividad propuesta y que si no la acometían era por vaguería y dejadez. Sentí una empatía súbita que me llevó a terminar leyendo todos juntos y desentrañar el sentido que a muchos se les aventuraba inaccesible, como esa pizarra de dibujo técnico para mí.