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Cochambre inaudita: El desaguisado.

viernes, mayo 18, 2007

El desaguisado.

Cuando miré más despacio vi que colgaban cuatro ratones en la fila de atrás. Me acerqué y comprobé que estaban hechos polvo. Los ordenadores y los teclados ya estaban deteriorados desde hacía tiempo, pero seguían funcionando a trancas y a barrancas. Alguien con muy malas entrañas se había ensañado con el material del centro. Y se había refugiado en la última fila, para que nadie se percatara del asunto. Estuve un buen rato contemplando la fechoría y no tenía ninguna gana de exponer en voz alta lo sucedido. Me molestaba terriblemente empezar el sermón sobre lo de cuidar el material, ser responsables de lo que tenemos a nuestra disposición durante el presente curso, etc. etc. que resulta tan manido, pero que no dejamos de soltar siempre que se producen casos similares al de los ratones estropeados. Es nuestra cruz diaria en las tutorías. Empezaron a levantarse en tropel. Una manada de caballos salvajes lo hubieran hecho más silenciosamente. Insistí en que me contaran detenidamente quiénes habían estado sentados en la fila del fondo a la derecha. Y que contaran las cosas sin voces, sin insultos, sin interrupciones y uno por uno que diera su versión, dónde estaba él en las horas de clase anteriores. Fuimos escuchando uno por uno a cada alumno de la tutoría y aquello era la contradicción misma. Lo blanco era blanco para unos y terriblemente negro para el resto de los alumnos. ¿Cómo podía ser aquello? Insistieron los cabecillas, los líderes, los que siempre tenían la boca abierta para opinar de todo, imponiendo su ley a los demás. Empezaban a verse acorralados y la voz se fue elevando. De cinco que veían blanco, ahora se rajaban cuatro. Se pasaban al bando que lo veía negro. Y el que insitía e insistía se quedó solo ante el peligro y se enfrentó a todos, como el toro que ya no tiene nada más que hacer, excepto morir en la plaza, acosado por los capotazos indiscriminados. Solito se quedó en aquel ruedo en el que el que más y el que menos quería llegar a su casa sin parte ni amonestación. No habían sido y no tenían que comerse ese marrón. Felipe la emprendió con ellos. Felipe en punto de mira y sintiendo que su expulsión no se la quitaba nadie.Yo mirándole fijamente y él defendiéndose, muriendo con las botas puestas. ¿Cómo se podía comprobar que él era inocente? Los demás le habían dejado solo y disimulaban como podían para no mirar sus ojos azules en esa cara de Piolín, que nunca ha roto un plato. Un buen elemento con esa carita de niño angelical. No me engañaba esa mirada y esa humildad postiza. Habían sido demasiadas oportunidades a lo largo del curso. Me puse a redactar el parte grave y mientras, todos guardando un silencio absoluto. Por fin un alumno se ofreció a arreglar el desaguisado. Era muy hábil con los ordenadores, decía, queriendo echar un último capote a Felipe. No le dejé la opción y seguí escribiendo en el parte. Con este le caía una expulsión sin remedio y todos lo sabían. Nadie hubiera dado un duro por él en ese momento. Felipe se veía como un héroe griego arrastrado hacia la tragedia. Qué fatalidad, un viernes a última hora.

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