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Cochambre inaudita: Familia rural.

martes, septiembre 06, 2005

Familia rural.

Qué pareja más diferente, como la noche y el día. Él era alto, muy alto, excesivamente alto y delgado. Ella no, tenía que haber sido" alta y delgada como su madre, morená saladá, pero nada, se había quedado chaparrita, regordeta, muy poca cosa, vista de lejos. Parecían el punto y la" i". Era exactamente eso. Y causaban un poco de estupor cuando los tenías que saludar dándoles dos besos: primero te estirabas todo lo que podías para llegar a la cara de él; luego te agachabas como si fueras a besar a un niño pequeñito, para besar la cara de ella. Llevaban de matrimonio más de veinte años. Tenían tres hijos. Un par de gemelos chaparritos como la madre, y una chica esbelta como el padre. Así es la genética: juego y más juego, posibilidades infinitas. Ejercían de profesores en un colegio de pueblo y eran muy felices con su estilo de vida: disciplinado, metódico, ordenado y tranquilo, muy tranquilo. Sus hijos gemelos ya tenían doce años y vivían contentos en ese pueblo pequeño y con infinidad de posibilidades de poder pasarte los días jugando en el campo en juegos eternos y siempre tan diferentes en el paisaje natural. Así como los cuatro vivían encantados con su rutina, ella, la única chica era muy exigente, creía que aquello de vivir en un pueblo castellano era la muerte en vida y ella misma se moría por irse a estudiar pronto a Valladolid. Le gustaba imaginar el momento en que se despedía de sus padres (mua, mua, beso a papá estirándose todo lo posible; besitos a mamá, abrazándola y recogiéndola en su regazo como si fuera al revés, ella su hija que se quedara desvalida en su partida) Pero faltaban dos cursos académicos para ese momento y su paciencia cada vez estaba más enclenque. Ya no quería salir a dar largos paseos por la carretera acompañando a mamá. No le apetecía seguir con la colección de sellos de papá,tan interesante cuando ella era pequeña y que no le estaba permitido tocarlos y ella se quedaba frustrada mirando cómo su padre echaba las horas muertas en su contemplación extasiada. Con sus hermanos se llevaba rematadamente mal, siempre cuidando de ellos, siempre evitando que se hicieran daño o se ensuciaran demasiado, como una segunda madre que se sentía tan agobiada por sus travesuras que sería liberador cuando los perdiera de vista. A distancia les seguiría recomendando un poco de obediencia a su madre, pobre, que estaba ya tirando la toalla en su afán de evitar que fueran unos auténticos cafres. Y en aquel pueblo tan cafre como ellos... Los padres y los hijos dejaban pasar las horas deseando cosas de poca monta, pero tan importantes para sus deseos cotidianos que cuando alguno se realizaba, era compartido por todos como si fuera la cosa más extraordinaria del mundo: la nueva adquisición de un sello raro de verdad y que resultó una ganga; los niños habían aprobado, los dos, qué rareza, dos exámenes en la última semana, y sin pegar golpe, qué milagro; se habían encontrado unos nidos en los corrales del tío Pedro y tenían que vigilarlos de ese gato con la vista puesta en ellos; venía a pasar el fin de semana su amiga Purita desde Valladolid y le traería información de la carrera que estudiaría también ella, no la iba a dejar ni a sol ni a sombra...

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